La energía de fusión aprovecha la energía emitida en la “fusión” de núcleos atómicos ligeros. Cuando dos partículas de esas características se fusionan, el núcleo resultante es un poco más ligero que la suma de los originales. La diferencia no desaparece, sino que se convierte en energía. Lo asombroso es que esa mínima pérdida de masa se traduce en una inmensa cantidad de energía, de ahí que la conquista de la energía de fusión merezca tanto la pena.
Los estados de la materia son tres: sólido, líquido y gaseoso. Si un gas se somete a temperaturas muy elevadas, se convierte en plasma. En dicho estado, los electrones se separan de los átomos. Cuando un átomo carece de electrones orbitando alrededor del núcleo, se dice que está ionizado y se denomina ion. Así pues, el plasma está compuesto de iones y electrones libres. En este estado, los científicos pueden estimular los iones para que colisionen entre sí, se fusionen y liberen energía.
Mantener estables los plasmas a fin de extraer energía es difícil. Son caóticos, están a una temperatura elevadísima y tienden a sufrir turbulencias y otras inestabilidades. Comprender, modelizar y controlar el plasma es sumamente complejo, pero los investigadores han logrado grandes avances en los últimos decenios.
Los científicos emplean dispositivos de confinamiento magnético para manipular los plasmas. Entre los reactores de fusión de ese tipo, los más comunes son los tokamaks y los estelarators. Hoy en día, son los conceptos más prometedores de cara a futuras centrales de energía de fusión.
Ambos tipos de reactores aprovechan el hecho de que las partículas cargadas reaccionan a las fuerzas magnéticas. Los iones se mantienen confinados en los reactores gracias a unos potentes imanes. Los electrones también están limitados por las fuerzas de los reactores y desempe?an una función en las inmediaciones. Las fuerzas magnéticas hacen girar continuamente las partículas en torno a las cámaras del reactor (en forma de dónut) para evitar que se escapen del plasma.